lunes, 30 de marzo de 2009

Cadáver 2: Al lado del camino

Jacinto había dejado muchos pasos al lado del camino por años. Quizá desde niño; su memoria, mermada por el paso del tiempo, se negaba a evocarle sus primeros pasos cerca de aquel sendero que también se había transformado. Era como si hubiesen crecido juntos, cual hermanos. El cielo también estaba envejecido; de los lejanos días en que pasaba del azul al rojo intenso a las bizarras jornadas en que pasaba del púrpura al gris de la tarde. Con tantos cambios a sus cuestas, Jacinto aún sentía que algo lo llamaba desde los lugares que había visitado en la última semana. Su vieja mochila, sus zapatos gastados, su ropa raída por el uso y su barba de varios días le inquietaban a la gente.

Cada pueblo, ciudad o rancho que visitaba le recordaba algo de antes: tal vez otras personas en su vida, tal una experiencia de gran trascendencia, enterrada en su mente como un hoja de papel debajo de ladrillos amontonados. Las personas que lo alojaban o le daban de comer con frecuencia le preguntaban lo que sea: su opinión sobre política, deportes, su anterior vida, dudas existenciales. Le enseñaban cosas, le regalaban libros. Había padecido no pocas muestras de rechazo y se estaba convirtiendo en un experto de la autodefensa, tanto verbal como físicamente, a pesar de su edad.

¡Oh, sí! Todo un ideal bohemio, aventurero, un ave libre, una pluma que se dejaba llevar por el viento. Años al lado del camino que siempre era diferente y siempre era el mismo. Daba igual que fuera de tierra o concreto o que por él circularan burros, carretas o autobuses. Jacinto era el eterno presente al lado del camino.

Pero esa noche, la anterior, era la primera que pasaba en medio de la nada, lejos de alguna población. Nunca imaginó que, con todo lo que había vivido, el camino aún le tenía deparada una última sorpresa. Había soñado una escuela enorme, con un extensísimo patio central, incendiándose, con él presenciándolo de frente, sin poder moverse. El terrible sueño lo obligó a despertarse en medio de la oscuridad y fue tal la impresión que le provocó, que no pudo volver a cerrar los ojos.

Así había comenzado a caminar desde una hora ignorada de la madrugada hasta el ardiente sol del mediodía. No había señales de un pueblo cercano ni de un amable automovilista que lo pudiera llevar. Pero eso era normal para Jacinto, pues, después de todo, sólo tenía que seguir caminando y llegaría a algún lado. Sin embargo, su memoria era un problema aún mayor; lo único que podía reconocer era el vacío paisaje del camino solitario y solamente podía sentir la imperante necesidad de volver sobre sus pasos, cosa que, cabe aclarar, nunca había hecho.

Había perdido sus recuerdos, pero sabía que alguna vez los había tenido, antes de aquella noche. Paró en seco su lento caminar y, por primera vez en años, volteó hacia atrás.

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